A la poeta
mexicana, Cristina de la Concha, organizadora de un encuentro literario
en Hidalgo, las cosas le salen siempre con rostro de sol o luna. Cuando
es de sol: el universo conspira para que algo sencillo se convierta en
apoteósico. Cuando es de luna, las sombras de la noche se aseguran de
que todos los lobos aúllen con mala espina. Es por eso, que en sus
encuentros sucede al mismo tiempo lo sublime y lo ridículo.
Es abril
de año 2013 y esta vez se incorpora al festival el pueblo de Huehuetla,
un rincón de piedras en la Sierra Madre Oriental. Este pueblo hidalguense
conserva sus raíces milenarias y sostiene contra vientos y mareas su
lengua Tepehua. Huehuetla, por cierto, significa lugar de ancianos y es
por eso que cuando llegamos, los viejos, incienso de copal en mano, nos
dan la bendición.
Casi no
puedo creer el espectáculo de bienvenida. El pueblo entero está en la
calle con banderas y saludos, y los poetas que recién llegamos, más bien
parecemos un circo de curiosos saltimbanquis. Nadie sabe quiénes somos.
Solo saben que dicen que venimos de otros lados con palabras para ellos.
El pueblo entero es un abrazo y cada paso es una flor en el camino.
Un niño
llamado Elian lee un poema de mi libro Insectidumbres. Cava una
sorpresa en mi corazón de fiesta. Lo nombro para siempre ahijado de la
metáfora. Tiene en la mirada escrito el destino de la palabra.
Pero al
otro lado del fuego siempre espera la hora de la sombra. Esta vez vamos
bajando hacia un Edén de agua fiesta que salta entre las piedras. Es la
tarde del recreo. El camino es una serpiente que cuelga al borde de los
altos cerros. Por la ventana del microbús se ven los abismos de la
muerte. Roxana, una argentina que canta tangos, no puede ver por la
ventana porque le teme a las alturas. En una curva al microbús se le
desinfla una llanta y no hay repuesto. Sentados en las piedras del
camino solo el sol ardiente sabe si alguna vez saldremos de esta. No hay
opción. Hay que seguir a pie. Afortunadamente no es muy lejos lo que
falta y salvo una vaca moribunda que ha caído desbarrancada, todo es
fiesta en lo que sigue: el saludo de la gente, las cataratas y la
poesía.
Ya casi de
noche, nadie llega por nosotros. Finalmente aparece el mismo microbús:
la llanta de repuesto es lisa y tiene salidos los alambres del peligro.
Roxana se cubre los ojos con una tela para no mirar la muerte cuando
llegue. Vamos subiendo el susto de los guindos y el miedo de la cantante
de tangos es un tango de pánicos sudores.
En otra de
las curvas, un golpe terremoto casi vuelca el microbús. Todos saltamos
al unísono y corremos hacia la puerta. Roxana decide que ni loca vuelve
a subirse en el trasporte. Esta vez, el microbús ha pegado la parte de
atrás en una piedra. Con troncos y piedras conseguimos levantarlo.
A todo
esto, la gente de las cataratas le ha regalado a la anfitriona unos
patos de mediana edad. Con el incidente de la piedra y el atasco del
microbús, los animales se han salido de la caja. Revolotean parpando a
todo grito de un asiento a otro y no hay manera de atraparlos. Entre
risas más bien nerviosas que festivas, finalmente conseguimos
devolverlos a la caja.
Esa noche
soñé con patos y precipicios, pero también soñé con el collar de
buganvillas que corrió a ponerme una hermosa mujer sonriendo, ahí en ese
pueblo milenario de Huehuetla.
Ahora que
lo pienso estoy seguro de que este no fue un festival de literatura. Fue
una convocatoria de antiguos guerreros que alguna vez juramos
reencontrarnos. No nos dimos cuenta, pero algunos no aguantaron la
batalla y fueron muriendo en el camino. Tal vez Cristina de la Concha,
antigua bruja, sí lo sabe y todo salió como estaba planeado desde hace
siglos. Ahora que lo sé, me alegra haberme reído tanto.
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